
El primer día en el internado (I)
Al tiempo que Nicasio, el de los huevos, apagó el motor de su camioneta, y la luz del crepúsculo ya doraba la fachada, saltasteis por la caja posterior del destartalado camión, de color bermejo con cabina, el primo Lolo, un poco adormecido por el traqueteo de la vieja tartana, y tu mismo, empolvado del polvo acre de la calzada tu flamante traje de rayas negras sobre el tejido pardo, que el Conejito había confeccionado con pantalones bombachos hasta los tobillos, que terminaban recogidos en forma de saco, con la finalidad de resguardarte de los fríos de los primeros días de octubre, saltasteis al suelo de la pretenciosa fachada, enjalbegada de blanco del internado; un escalofrío de ilusión por la nueva aventura que se desplegaba sobre el escenario de tu corta existencia, sazonada con una mezcla de nostalgia y melancolía, por el desgarro que significaba para ti, haber dejado atrás el calor y el cariño de tus padres y hermanos, y las correrías con el Monazillo, que el primo Teodocrato se encargaría de aliviarte con la pretendida veteranía que suponía para él el haber consumido cuatro cursos seguidos en aquel majestuoso edificio de corte herreriano, cuadriculado, de tres pisos…
***(II)