
Oda expresionista al puente viejo del río Ortiga en Quintana (I)
La civilización del progreso había ocultado a los ojos del caminante el puente del río Ortiga, que acercaba al viajero a la roca bañada por las aguas del torrente en primavera; los carruajes a motor en trepidante desafío a la velocidad soslayaban el remanso del río que discurría trémulo bajo los ojos del puente viejo, que llevaba a los lugareños a los páramos incólumes, que un día inspiraron a Reyes Huerta.
Sobre la peña, que un día dio cobijo a una ninfa, dulce y embaucadora, aún tierna de ilusión y fantasía, se mecía la aroma rosa de la adelfa, y las margaritas, que sonriendo al borde de la corriente, acompasaban entre sus blancos pétalos el vals de los estambres de las anémonas, arrojados al agua sobre el rizo de las ondas de la corriente cristalina del río, mientras los abrazos de los enamorados se sucedían interminables por extraer las esencias de olor a brezo y el sabor a frenesí entre sus labios.
La resplandeciente hermosura de la prístina belleza de su cuerpo competía en inmortalidad con el desafío eterno de la obstinada piedra, la cual hoy mismo se erige en injusto blasón de su victoria, contra cuya vanidad, el poeta un día desafió con un preciso e inmortal discurso – ” … ( al alma) su cuerpo dejará, no su cuidado; serán cenizas (venas, médula), mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado” –