
Las primeras lluvias por S. Miguel
Las tardes de lluvia como las de hoy, que te advierten y te preparan para la entrada del otoño, en muchas ocasiones te invitan al recogimiento, a la nostalgia de aquellos últimos días de septiembre, cuando ya se daba por terminada la vendimia, y los carros cargados de banastas con racimos de uva, que chorreaban el dulce néctar de la montúa, de la bolba o moscatel que se estrujaban por el camino con el monótono traqueteo de las ruedas de madera de llantas de radios toscos que salían de un eje voluminoso, a los que sujetaba una circunferencia metálica, y a los que los campesinos, apostados a los contrafuertes de la iglesia, saludaban con un indisimulado alborozo, ya conocedores del destino de aquella carga que se convertiría en una apreciada pitarra, imprescindible para el regocijo y el alivio de la menesterosa vida iba a proporcionarles, una vez que fueran pisadas, trasegadas y fermentadas en los tinajas de barro, que una vez se compraron en el horno de tinajas, que en aquellos años de tu niñez y juventud se fabricaban en la tinajera de Castuera…, sin omitir el recuerdo a las mujeres vendimiadoras que regresaban acoquinadas del duro quehacer, encorvadas abrazando a las suculentas cepas como si fueran furtivas amantes, que alumbraban de colorido con sus pañuelos de abigarrados colores sobre sus ocultas y morenas melenas, y cuya luz competía con el dorado atardecer del ocaso de septiembre, a las que los ojos voluptuosos de lugareños indolentes dedicaban un lujurioso deseo.
Las cortinas de las primeras lluvias de otoño las recibían con un especial
júbilo los labriegos, que de pie al resguardo de la fachada del casino del pueblo, en cuya sonrisa se percibía la alegría que el pronóstico de aquella sementera anticipada iba a propiciarles seguridad y confianza en la abundante cosecha de aceitunas, y la prosperidad que a la postre iba a acarrearles la próxima recolección de cereales, y el significante ahorro en pienso para el ganado la aparición de la hierba prístina de otoño.
En aquellas tardes de lluvia se solía consumir más vino de lo habitual en el bar de Andrés o la taberna de Piti, dando por descontado los labradores que la cosecha iba a ser abundante, cuya atmósfera de humo de picadura envolvía las risas y el vociferio de aquellos labriegos como expresión de una bien trabajada felicidad.
Ya por entonces, el aire húmedo cargado de aroma de heno mojado hinchaba los pulmones de los labriegos que consumían pitillo de la marca Celta o Ideales tras pitillo, como si quisieran aliviar la pureza del aire de poniente, al tiempo que inconscientes percibían el batiburrillo de los vencejos que revoloteaban alrededor del campanario en inigualable harmonía con la lluvia y el viento ábrego del sur.
Y en sus humildes aposentos, las mujeres se acicalaban a propósito para recibir en sus brazos al reposo del guerrero.