
…Y en aquella mañana de primavera…(II)
…Y la vieja renqueante abría la aldaba que candaba la puerta del establo, donde ya hacía años que no albergaba a las caballerías de labranza, aunque eso sí, sobre el suelo de tierra se había desparramado una capa de paja de la última cosecha.
El niño cabezón nos advirtió que la abuela del hábito de Santa Teresa acababa de desechar la aldaba de la portezuela de madera desvencijada, y la gata negra había salido precipitadamente por la gatera redonda que había sido perforada en los bajos de la cancela, dejándose un muñón de pelos negros adherido a los bordes.
-Venid, venid, que la abuela está meando de pié -siseó el niño cabezón, al que le enloquecía contemplar cómo las ancianas despegaban el sayón del cuerpo, abombando la saya desde el centro, a la altura del ombligo, con los dedos índices y pulgares de ambas manos, que permitiera salir el chorro de orín sin mancillar la ropa.
-Mean como las vacas, -apostillaba el niño cabezón.
Y nosotros dos de un empujón apartamos al niño cabezón de la puerta para contemplar con precisión el prodigio de la anciana a través de la rendija que se abría desde el borde superior de la puerta del establo, y cuya hendidura el transcurso del tiempo había dividido en dos.
Por la abertura de un boquete que se abría del tejado penetraba un chorro de luz envuelta en tamo, describiendo la longitud del lado más largo del ángulo recto. Como si fuera el rincón de un belén, y nos permitía observar el milagro del momento.
Una gallina cloqueaba desde el nidal sobre el que había depositado un gran número de huevos a los que pretendía empollar.
Con sus manos de huesos agarrotados por la inevitable artrosis, la anciana mujer agarró a la gallinácea de color pardo por las alas y la penetró con el dedo anular.
Tú y yo, y el niño de la cabeza gorda corrimos soliviantados y nos apartamos de la puerta de la cuadra, y nos acurrucamos dentro de una pocilga vacía, en la que no hacía mucho se habían guardado los cebones de la última matanza…
Una vez transcurrido el peligro del abordaje, nos precipitamos fuera de la oscura cueva, y acribillados de puntos rojos de las picaduras de las pulgas, el niño cabezón, que, por años sabía más que tú y yo, nos metió en un muladar sembrado de ortigas, que nos produjo tal urticaria en los brazos y las piernas que apenas pudimos detener las lágrimas de dolor, víctimas de la añagaza a la que nos arrastró el niño de la cabeza gorda.
– Ja, ja, ja -sois dos pavos que os dejáis engatusar al mínimo descuido! -se jactaba de su truco el niño cabezón.