
Desde las orillas del Irwell (cont)
…
La llegada a la gare d’Austerlitz constituía nuestro primer contacto con un país más allá de la frontera de Portugal, nuestro más próximo vecino extranjero: unos mensajes en megafonía muy primitiva nos alertaba de que estábamos en París, de los que sólo entendíamos la musicalidad gutural y la nasalidad de los sonidos, pero sin embargo nos embargaba una felicidad interior de haber hecho posible una aventura sólo al alcance de jóvenes atrevidos como éramos nosotros en aquellos años, que, como neoconquitadores de una cultura casi desconocida para la mayoría de los jóvenes españoles se descubría ante nuestros ojos al cruzar las puertas de la estación que nos daba la bienvenida a una de las ciudades de nuestros sueños, de la que presumiríamos de haber sido pioneros entre nuestros amigos, que boquiabiertos quedaban impresionados por nuestra audacia. Un mapa a las puertas de la estación del metropolitano nos facilitó la información de cómo llegar a Saint Michel, donde acuciados por la necesidad perentoria de tomar algo caliente y algo sólido, tomamos asiento bajo la cristalería exterior de una brasserie que ampliaba nuestro horizonte sobre la plaza de Nôtre Dame por la que transcurrían apresuradamente hombres de negocio, suponíamos, por su atuendo impecable y asidos a portafolios de piel, y mujeres que vestían elegantes abrigos de piel, esbeltas y muy atractivas, a las que considerábamos imposibles objetos del deseo…