
Una Malparuca (2da. parte)
Por todo ello, porque amaba a la naturaleza y la vida bucólica, a Eduviges le gustaba que el rollo del higiénico, de florecillas rosas y estampado, acariciara su frondoso riachuelo; y sobre ello ponderaba mientras elegía entre las estanterías del mercado sus víveres y neceseres. Nunca Eduviges distraía la mirada de la pantalla de la computadora que la cajera manipulaba a velocidad endiablada, sin que por ello se sintiera agobiada, pues su capacidad de retener los precios de los artículos le daba seguridad a la hora de entregar la tarjeta de crédito, que siempre utilizaba en las tiendas, como garantía ante las rapaces cajeras.
…Así que se percatara de mi presencia, me lanzó un rayo de luz desde sus pupilas brillantes, al que respondí con considerada amabilidad. No es Eduviges una anciana, que, pese a estar doblada por el fardo de los años y del probable peso de la ansiedad, que a veces agarrota con despiadada fuerza y obstinación el alma de los mortales, la doblegue la zozobra cotidiana.
El otro día me caí, y me hice un chichón, aquí, en la frente -me relató con un cierto grado de impotencia, indicando el lugar exacto del percance.
A Eduviges le asiste la habilidad de manejar el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo y en el mismo plano: introduce los tiempos en la misma marmita y los mezcla con tanta destreza que, escuchándola parece su ingenioso discurso a la tarea de un avispado restaurador poniendo a punto una salsa de mayonesa o a la labor de un historiador de temas banales o al paciente afán de un paparazzi que se adentra entre los festones íntimos del prójimo.
¡ Fíjate, dos muertos en el pueblo en tan poco tiempo! ¡ Pobre Manuel,
que sin estar malo, se quedó bebiendo un café que le había preparado su hija ¡,- me informó evitando la palabra fetiche.
– “No somos nadie” – se lamenta Eduviges, repitiendo el lamento de los lugareños, toda vez que muere alguien entrañable; aunque en los pueblos todos son entrañables, menos el sepulturero, del que todos temen su presencia con la calculadora en mano.
No nos morimos a causa de una enfermedad, sino por el hecho de estar vivos,- le contesté con la intención de aliviar su tormento.
Hace un repaso sucinto a nuestro presente en común, concediéndose una alegría interior al relatar bodas de personajes conocidos; de los éxitos profesionales de aquellos que, sin tener una relación de consanguinidad entre ambos, sólo la circunstancia de compartir la misma procedencia, le daba a Eduviges el suficiente resuello, como para considerarlos como éxito personal, y pasar la página patética del pasado reciente.
Se ha casado muy bien. Con alguien de una familia muy conocida de la ciudad.
Por la Iglesia, y como manda Dios, verdad? – quise inquietarla.
¡ Andanda!.. ¡ y en la Iglesia de S. Andrés na menos!, exclamó, dando por descontado mi hiperbólico oximoron. Ya vivían junto hace muncho. ¡Hoy no es como antiguamente!…
…No nos queda mas que apechar con lo que nos ha tocado de mala o buena suerte. La felicidad, el sufrimiento, el dinero, la ruina, el miedo. La juventud. La senectud. La enfermedad . La Iglesia y la oración. Mientras le daba un pedante repaso a las consideraciones generales, intentaba reconducir a Eduviges a las puertas de la fe.
Los cristianos, los cristianos creyentes, tenemos la esperanza en la Otra Vida, Eduviges.
Comprendí que su mirada ingenua destellaba un reflejo de escepticismo; que me sorprendió en gran medida, tratándose de Eduviges, a la que solía ver encaminarse renqueando los domingos a misa de doce, en la parroquia del barrio.
– ¡ Ave, sí ! – me contestó sin mucha convicción.