
A Daisy no le gusta oir mis historias: la jauría.
By: juanrico
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Aperture: | f/8 |
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Focal Length: | 10mm |
ISO: | 800 |
Shutter: | 1/0 sec |
Camera: | Canon EOS 400D DIGITAL |
¡Anda, anda: déjame de cuentos mostrencos! Que no, que no quiero oír los. Ya está.
Al tiempo que agitaba horizontalmente el índice de su mano derecha en el aire sobre su mejilla izquierda, en un convulsivo movimiento repetitivo y terco, manteniendo el puño cerrado hacia el exterior, como si quisiera acentuar más su determinación a reafirmarse en su negativa de complacer mi desinteresado ofrecimiento…
- Nada de lo que tú me cuentes me interesa: así que, ahórrate el tiempo.
Mientras tanto, la televisión vociferaba a todo volumen, sin que nadie le prestara atención alguna. Y de pronto, sin esperarlo, Daisy trasladó su malestar a los subtítulos para sordos, que oportunamente le había habilitado para que le sirvieran de complemento de apoyo a su deficiencia auditiva…
- ¡ Quítame esas letras! Que, lo único que hacen es impedir que vea las imágenes, y me molestan; además, van tan deprisa que no me da tiempo a leerlas todas !
Aprovechando el momento de complacer a Daisy con su requerimiento, apagué la ventana electrónica: y sin más, Daisy, reclinando su cabeza hacia atrás, y abriendo la boca de tal guisa que infundiría pavor al más avezado experto en geriatría o tanatología, empezó a emitir unos ronquidos tan profundos que parecían salir de la mismísima sima del intestino grueso.
Sin embargo, abrí el ordenador y me dispuse a relatarle detalladamente una historia veraz: al tiempo que golpeaba compulsivamente sobre el teclado, los ronquidos de Daisy me parecían cada vez más continuados y huecos, que más se parecían a aquellos de un obeso y borrachón sujeto.
Unas gotas de lluvia finas, que se desprendían de una espesa niebla, se traslucían a través de luz amarilla de las farolas y las hojas macilentas de las acacias, que embellecían a la avenida en primavera, propiciaban una tonalidad agradable a la oscura noche de principios de invierno, formando un manto de luminosidad muy parecido a un árbol navideño invertido, adornado de diminutas perlas de luz artificial. Una especie de tapiz multicolor de pinceladas verdes, marrones y amarillas cubría el pavimento que, por la humedad, resultaba peligroso al paseante circunstancial.
Un hombre en los cincuenta, postrado en una silla de ruedas, era empujado por una señora, de la que solicitaba su compasión, rebatiéndole los injustos reproches, a los que la buena samaritana se adhería con ánimos de revancha. Por el reflejo de la luz amarilla de la farola, advertí que de los ojos del discapacitado se deslizaban dos gotas de dolor profundo y se precipitaban rostro abajo hasta las comisuras de los labios, mientras la mujer callaba silenciosa e inconmovible ante tan sincera confesión.
- Yo siempre me he portado bien contigo. Oí musitar al desdichado marido cuando los sobrepasé por mi lado izquierdo, mientras me alejaba, apesadumbrado, de tanta tragedia humana.
Al volver la esquina, me soliviantó el galope frenético de una jauría de mozalbetes que, en alocada carrera, se perseguían unos a otros al tiempo que gritaban…
- ¡ No Chema, no! Déjalo.
Mientras esta escena tenía lugar, uno de ellos recibía tan violentas coces en el tórax, en los glúteos y en estómago que cayó al suelo, y los escasos vehículos que por allí circulaban en aquel momento tuvieron que detenerse para evitar atropellarlo, sin observar a nadie, que saliera de ninguno de los coches, en auxilio de la desdichada víctima.
- ¡Pobre chico! A la violencia de los más fuertes no la detiene la cobardía de todos los débiles. Reflexioné justificando mi vergonzosa pasividad.
La noche de un viernes cualquiera no había hecho más que alumbrar, cuando dos mozuelas rebosantes de alegría y juvenil lozanía, que no sobrepasaban los quince otoños, a voz en grito, a grito descarnado, daban cuenta de sus obscenas aventuras de la noche del jueves; me adelantaron en el camino a su refugio habitual de todos los viernes, llevando bolsas de botellas de refrescos y de alcohol, con paso decidido e insolente, obviando a los viandantes que se encontraran al paso.
- Yo te vi con el Toni anoche.
- Eso no es verdad. ¿ qué camisa llevaba ?
- Una azul sobre la que estaban pintadas letras blancas
- Eso no es verdad. Era negra y lisa.
- Bueno, se lo preguntaré a mi madre.
- No se lo preguntes., Que sí salí con él. Pero no pienses mal; que yo no le guarreé.
- ya se que tú, tía, no eres como las otras.
Caminando resueltas, se adentraron precipitadamente en un parque de escasa iluminación para continuar con la bacanal de la noche precedente.
Un quejido de dolor me impidió continuar con el relato. Daisy acababa de volver al mundo de los vivos.
- ¡ Ay,ay,ay ¡Este callo me trae por la calle la Amargura. Exclamó con una expresión de dolor en su rostro ajado y seco.
- ¡ Vamos, Daisy, que te miras mucho ! le repliqué al punto, esperando una reacción defensiva, pero me dio la callada por respuesta; aunque, al reparar que la pantalla del electrodoméstico estaba apagada, protestó airadamente:
- ¡ Quién la ha apagado !
A Daisy le solía inquietar más el autor de los hechos que el estropicio en sí mismo. Era una forma de sentar su autoridad ante cualquier situación que no controlara.
- ¡ Vamos, Daisy, que no te has enterado de la historia que he estado relatándote!
- ¿ Cómo quieres que me entere, si estaba más pallá que pacá ?
- ¡ Si, si.! Disculpas. Has tenido alerta, el oído bueno, y ahora disimulas.
- Si, claro. Como las liebres de Tordesillas.
Daisy había siempre permanecido en un dormivela durante toda su existencia. Mientras los demás dormían, ella era dueña y señora de los ruidos: era una perfecta conocedora tanto de los graznidos de la lechuza como el canto del cuclillo, así como del ladrido de un perro extraño. De los propios, hasta conocía el gemido, si se trataba de un acoso al que estaba siendo sometido. Mientras los “de casa” -como solía decir- descansaban del afán de las tareas agrícolas, durante las tórridas mediodías, ella sigilosamente, como vigilante impenitente, desaparecía del escenario habitual para adentrarse entre los vericuetos de su hacienda, y poder, de ese modo, formarse una opinión fundamentada sobre hechos contundentes. Parecía haber asumido que, de la observación minuciosa, se extraía mejor análisis de la realidad que de la elocuente palabrería.
No me queda muy claro si lo que cuentas en la siesta de Daisy es lo que escribes en el ordenador o no. Un poco caótico.