
Era definitivo averiguar si se trataba de la peste, antes de aplicar los sueros..IX
…No era el tradicional trazado irregular de las calles de mi pueblo lo que más me desazonaba; ni las casas deplorables enjalbegadas de cal y tierra blanca, que refrescara el bochorno seco de un tórrido secarral del tèrmino municipal, lo que me desasosegaba; ni la canícula que velaba el cerúleo cielo del irredento estío, sin un mar azul próximo que le sirviera de reflejo y alivio; ni que la ausencia de árboles en las plazuelas me ayudara a soportar el insoportable prolongación de unas vacaciones, que bien pudieran considerarse como un premio al castigo de haber tenido éxito en los exámenes de junio; ni el trino de los vencejos, que siempre abandonan el silencio durante crepúsculo, a los que envidiaba por el privilegio de dormir mientras vuelan.
Era la quietud de la población: no se oía el murmullo de un alma viva, ni el lamento de un enfermo moribundo que alterara la tranquilidad de una insoportable melancolía, sólo el ronco mugido casi de un bóvido – a los tostaos, tostaos- del merchán pedestre de Zalamea, que se desgañitaba por las calles del pueblo con el saco al hombro, intercambiando garbanzos de la cosecha por el considerable aumento de volumen de la tostados a la hora de la siesta, o Hilario de los helados, que anunciaba su mercancía de fresa, limón y vainilla las tardes de los domingos y días de fiesta, a dos reales el cucurucho, después de las horas de la siesta, lo que más estimulara la indolencia del tiempo que transcurría perezoso por la esfera de mi reloj de pulsera…
(Continuará)