
Inmortal poesía y la eterna presencia del arrabal.
Aliviado de la profunda oscuridad de la noche, salpicada de tintilantes luceros; de Venus y Júpiter descubriendo sus órbitas sobre el tenue manto azul del horizonte; herida apenas la noche de las farolas de la taciturna avenida Luis Chamizo, donde la mansión del poeta se levanta silente sobre la inmortalidad de los versos, a cuya sombra languidece el solaz profundo de mi amigo recientemente desaparecido, José Pozo, al que tuve el honor de ceñir su cintura con una correa de cuero la noche que precedió a su fallecimiento, aún salta de mis ojos la esquela sobre uno de los batientes del consistorio, al que alguien añadiera con tinta de rotulador – “ha muerto el Chivo”… despierta en mi memoria la conjetura de Schopenhauer y Berkerly, que defienden el mundo como una actividad de la mente o sueño del alma, ideas incomprensibles de nuestra existencia sensorial, y por consiguiente final.
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