
Carta desde el hospital
Almas, por recurrir a un eufemismo aséptico, postradas sobre sábanas blancas ribeteadas de una cinta verde sobre la que destaca la inscripción de la institución sanitaria de la región, en camas articuladas -que sólo el personal auxiliar maneja con habilidad profesional- a cuya comodidad un enfermo le cuesta familiarizarse: pues echan en falta el aroma del suavizante o detergente al que están habituados o la molesta arruga que incordia su espalda. Añoran las paredes de sus aposentos, y el crucificado a la cabecera del lecho.
Ni siquiera su pensamiento se solaza con aquellos amigos o familiares que disfrutan del sol, la arena y la frescura que siente su piel al roce de la suave brisa del ábrego o el cierzo, ni de los refrescos con sabor a ginebra o ron, acompañados de productos del mar que destrozan como posesos entre sus fauces. Con tal avidez disfrutan de los placeres del momento que dan a entender que se trata de su personal carpe diem…
Percibo el contraste entre el sufrimiento del enfermo y los amigos que les alivian el dolor con su presencia, y aquellos que, cercanos a sus raíces, tienen el cuajo de menospreciarlos u olvidarlos, llegando incluso a recluirlos en hospitales y asilos para no ser molestados en su incontinencia y lujuria, mientras que por lo menos duren las vacaciones del momento.
Era habitual que los primitivos padres de la Iglesia – tal vez Orígenes y Tertuliano- proclamaran que los justos, muertos en gracia de Dios, tendrían el premio de contemplar el infinito dolor, el incesante sufrimiento y el insoportable martirio de aquellos que no fueron agraciados por la santidad…
(¿ Se refería Bentham en su teoría panóptica, tal vez al sufrimiento de los condenados, y que los santos contemplaban como mérito de su trayectoria santa el sufrimiento humano en hospitales?)
¡ Tremendo, verdad !