
Poema a los moradores de la avenida Luis Chamizo de Guareña.
Como un dardo rectilíneo,
la calle describe una trayectoria hiriente:
un amanecer esperanzado hasta el ocaso
de los sueños,
donde el añil celeste se confunde
Y el bruñido caoba de las nubes
se desparrama errante en la demolición de la luz:
el atardecer perecedero.
La fachada noble de la mansión postrera
del genio,
no puede acoger en su penumbra
a los aposentos livianos
de los braceros;
que, presumiendo de heroicas batallas,
ignoran su profunda y miserable historia.
Ya las luces claras de iluminación led han desplazado del crepúsculo
el último suspiro.
Ya la dulce aroma a azahar de los naranjos alivia
el sudor
y de su infortunio el fragor eterno;
Ya el ronco bullicio de los desvencijados carruajes
de olor a diesel
irrumpe en la avenida,
lacerada constante y persistente
de las calles de los poetas,
para los moradores de las casas leves,
sólo nombres de ignotos personajes:
sólo placas en los frontispicios de las esquinas:
ahora son su orientación y abatimiento.
Vestidos de limpio
los jornaleros,
dejan correr el inmortal sudor
a barro y cieno;
y la frescura del agua
que surte de la ducha merecida;
Ya se aprestan los músculos
que, de espaldas a la iglesia de Santa María,
de sus latidos apenas redoblan sus oídos,
y jubilosos,
sus corazones abrazan al camino
del pantano, su letal refugio,
como si alejar quisieran
de ellos,
la inmortal esperanza
de Dios pudieran,
y arrumarse por fin durmieran
sobre el irrefutable destino
de la ilusión,
de un amanecer a mastrancho e hierbabuena,
cuando ya la alondra vespertina
haya saludado al nuevo día
de tiempo eterno, su oscuridad siniestra.