
La jauría urbana: el montero
Y la Ópera de Carmen de Georges Bizet me predispuso a abandonar los renglones torcidos de Dios aquella temprana mañana cuando todavía el Picoreal no había empezado a sonar su penetrante flauta entre las acacias en flor de aroma penetrante y dulzona; y cuando apenas el sol brillaba sobre las plataneras de la Plaza de San Francisco, un anciano de rizada y blanca cabellera con vacilante paso, se cruzaría en mi camino…
El optimista de claros pensamientos suele saludar al conocido con benevolencia, y considerado afecto. Sin embargo, el emperador Marco Aurelio en sus meditaciones nos pone en guardia de los encuentros de todos los días y a todas horas: de los indiscretos que se alojan en tu intimidad bajo los auspicios de la morbidad; de los envidiosos, si eres agraciado; de los insolentes, si te deben algo; de los miserables si pretenden ocultar sus miserias; de los presuntuosos si presumen de lo que no se merecen; del insensato que no sabe medir sus palabras; del vanidoso que se pavonea de lo que pudo conseguir y se siente acomplejado…Una fauna humana de la que hay que protegerse por las mañanas.
A un ” A dónde va el amigo” cordial tan mañanero como la brisa fresca del amanecer, me soliviantó la respuesta del cazador: no iba en la pesquisa del cura trabucare para confesarse de los crímenes cinegéticos, sino para rezar por mis pecados, me espetó sin el menor arrobo.
Desde aquel momento recurro a Michelle Foucault que me libere de mis pecados en su comentario sobre El Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam, donde niega que el mal y el final de los tiempos no existen, sino que son defectos de la propia existencia.
Nunca he sentido simpatía por los homicidas, y menos por aquellos que acaban con las relaciones vitales de las bestias salvajes -nacimiento, amor y reproducción- por el placer de matar o la vanidad de formar parte del club exclusivo de monterías y safaris, que, amparándose en el pretexto del equilibrio ecológico, masacran elefantes en Tanzanía o Zambia.
Y en estos malos menesteres me entretenía cuando se apagó la luz del ascensor que me subía a casa.