By: juanrico

Apr 07 2013

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Parecía como si la ciudad se despertara al atardecer, como si las últimos destellos de sol advirtieran que la noche no quería echar sus brazos sobre la ciudad una tarde de viernes cualquiera, sino que daba el pistoletazo para que los colegiales, después de una semana retenidos en las aulas, amanecieran en los brazos de Apolo en los aledaños de los populares “Cañones”.
Ya bajo la protección del hábito azulado de la joven noche, cuando apenas se percibe la luz titilante de Júpiter, Venus y Mercurio, un grupo de adolescentes se agregan en torno a una tierna pibe, a la que se le puede escuchar perceptiblemente, desde la Ronda al otro lado del seto, que separa el parque de la calzada, que jadea estentóreamente una y otra vez, aumentando la frecuencia de las cadencias en progresión ascendente, acortándolas por mandato del instinto a medida que, intuyo, alcanzaban el paroxismo, para a continuación gritar:
-¡ “No te vayas, Jonathan, que todavía hay un kiki para ti”! – gritaba una voz femenina intentando atraer al adolescente que se alejaba, tal vez avergonzado, tal vez aturdido por la inesperada invitación, mientras el grupo de acompañantes le instaban a que volviera.

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Aquella tarde llovía como nunca; mis pies chapoteaban los charcos de agua que se iban formando durante la copiosa descarga, y el paraguas que sostenía, apenas me protegía de la fuerza con la que el chubasco se precipitaba sobre la lona circular de mi parapeto, justamente a la hora de cierre de las tiendas, cuando el tráfico suele incrementarse, un hombre paralítico de mediana edad, a cuya pierna escuálida la soporta una muleta, iba dando saltos enormes por la calzada de enfrente, ladrando a los coches como si de un perro se tratara…
“Guau, guau, guau…”- ladraba al cruzarse con los coches que le sobrepasaban, de tal suerte que las personas a las que conocía no daban crédito a sus oídos.