
Apuntes de un domingo de Resurrección en Guareña (I)
By: juanrico
Category: Uncategorized
Focal Length: | 50mm |
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ISO: | 800 |
Shutter: | 1/0 sec |
Camera: | Canon EOS 400D DIGITAL |
Ni los más viejos del lugar recuerdan un mes de lluvias tan persistentes como la tromba de agua que cayó, transformó las calles en arroyos e hizo vomitar los veneros del subsuelo que discurren sinuosos por las entrañas de la tierra hasta verter el vital líquido en la cama del Guadiana, que crece y se expande a lo ancho de la vega en extraordinario desafío a todas las fueras humanas de limitadas destrezas.
Desde mi privilegiada posición, me recreaba en el martilleo monótono que las canales recitaban al precipitar sus hileras de agua sobre el suelo del patio alicatado del vecino, mientras el vano negro de la ventana de una nave al otro lado del patio me permitía contemplar cautivado por las cortinas de lluvia que el viento de poniente las obligaba a inclinarse, casi a tenderse y golpear como nunca lo habían hecho antes la pared opuesta, formando un manto irregular en forma de charca en el suelo, cuyo volumen aumentaba continuamente sin que el albañal pudiera aliviar el caudal, y los macetones de pilistras, cintas y ficus se batían por no verse anegadas.
-” Nos quejamos de la sequía, pero ahora estamos deseando que pare este tiempo tan…” – puntualizó el Gangoso, que tomaba café a mi derecha, apostado al mostrador de la churrería aquella mañana de invierno de marzo, lamentándose de haber atollado su vehículo en la arena cuando se disponía a recoger a una hija que venía de Barcelona. Aunque el Gangoso no se distingue por ningún singular motivo o peculiar defecto físico, expone una mirada clara de ojos claros, casi transparentes, cuya pupila se mueve perezosamente sobre la glauca superficie curva de la esclerótica, permitiéndome adivinar que se trata de un aldeano afable, y en nada sinuoso, de cuya personalidad se destaca el tableteo musical del que dota a su lineal discurso, al reproducir sin arrobo la cadencia renqueante de sus mensajes.
Descubrí, de pronto, apostado sobre el mostrador opuesto, a Victor, el Cristinejo, que vestía una visera de cuadros en tono grisáceo a la que dejaba caer sobre sus cejas como si quisiera pasar desapercibido, el cual afablemente se interesó por mi parentesco con los Carreteros; y que el sábado por la mañana, en un alarde de abierta sinceridad, me confió que había perdido a su joven mujer a causa de un cáncer; y que se sentía muy agobiado por la ingente cantidad de documentos que se había visto obligado a poner en orden. No parecía especialmente apesadumbrado por aquella pérdida, mientras engullía una copa de anís seco.
Tanto Juanfra como su esposa Maite se sentían contrariados por haber olvidado poner la porción de sal en la masa de harina, dispuesta para ser hervida en el barreño de cinc, aunque es de justo reconocimiento tomar en consideración su generosidad advirtiendo a los clientes del fallo culinario o perdonándoles la consumición , según cada caso.
“Son cosas que pasan dos veces al año” – advirtió Maite, disculpando el fallo de su marido.