
Casiano se hace ver en la churrería
By: juanrico
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Aperture: | f/2.8 |
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Focal Length: | 3.85mm |
ISO: | 800 |
Shutter: | 1/0 sec |
Camera: | iPhone 4 |
Aquella mañana de la “media veda”, tuve un estruendoso despertar, tras haber soportado en vela la tertulia de jóvenes, que se había prolongado hasta bien entrada la madrugada, cuando la razón de los argumentos se mantenían a fuerza de aumentar los decibelios de las cuerdas vocales, bajo el estrellado cielo de una cálida noche de la última semana de mes de agosto, cuando los vasos de los tertulianos ya habían vaciado los refrescos espiritosos y las butacas de aluminio se removían desconsideradas, bajo los traseros de los clientes, en la terraza de la Tasquita, y la esperada brisa del amanecer se resistía a hacerse presente.
-No son los disparos de las escopetas los que te despertaron de madrugada, – me informó Casiano- que, en un exceso de confianza, me golpeó con un suave palmeo el hombro derecho, al entrar en la churrería en aquel preciso momento.
Son los cartuchos de carburo que se colocan en las higueras para espantar a los gorriatos y no picoteen los higos.
Casiano que me había rechazado la invitación a una copa de aguardiente, pidió a Juanfra que le sirviera un vaso con colacao.
– Casiano, el colacao es un brebaje de mujeres paridas o embarazadas, y tú, que eres un hombre como dios manda, no deberías pedirlo, toda vez que me has confesado haber tomado el desayuno.
– Juanfra, ponme un café con leche, y apartándose a una mesa donde estaban sentados dos paisanos, me dejó con la palabra en la boca.
– Casiano, como usted debe comprender, no es de recibo que yo le invite a tomar una copa y seguidamente se aparte.
– Es que tengo que apalabrar un trabajo con uno de ellos.
Me sorprendió que Mayte, la mujer del churrero me hubiera servido una taza más corta de café de lo habitual. Sin embargo, esperé hasta terminar de beber el café para presentarle mis reproches.
– ¿ Es que la crisis ha propiciado que sirváis tazones más pequeños para ahorrar en gastos ? – le reclamé a Mayte en un tono algo impertinente.
– Si quiere usted le sirvo otra -replicó Mayte con meliflua cortesía, a la que respondí rechazando su cortés invitación en cumplido agradecimiento, sin otra connotación que de exigencia para la próxima ocasión.
– Trabajo – me anunció Casiano- dispuesto a todo lo que me caiga.
El pobre Casiano, que se lamentaba de no haber conseguido las suficientes peonadas durante el invierno y haber tenido que estirar hasta final de mes dolorosamente el subsidio, que la consejería de agricultura propicia a los trabajadores eventuales del campo, había advertido que su suerte había cambiado de signo con la llegada de la primavera, con la castración del penacho de los maizales de multiplicación, lo cual, unido a la recogida de higos para la industria, iluminaba su sonrisa con inusual satisfacción de no tener que recoger furtivamente las aceitunas de los olivares del amo en las noches de plenilunio, con cuyo empeño cubría las necesidades de su familia.
Los desayunos y los sepelios, quizá, tengan algo común entre ellos… Me sobrecogió con estupor, después de haber sido testigo de los lastimosos lamentos, que al pasar por una puerta de la Calle Nueva, de una voz anciana y postrada en la cama, según supe más tarde, no profería blasfemias ni reproches sino impotentes quejidos de una anciana que llora la muerte de un hijo joven, con los que pretendía aliviar su trágica desgracia…interrumpiendo el fluir de memoria sobre mi charla amable con el popular Casiano, que me informaba del buen precio que se pagaba por el kilo de higos en la industria, conformando en su sueño una ilusión para el futuro de la comarca.
– ¡ Pagan por kilo 1.5 ! – proclamaba Casiano, convencido de argumentos
– ¿ Euros o pesetas ? – le inquerí puntualmente.
– Eso lo debe saber usted mejor que yo -me contrarió evidenciando mi ignorancia,
Son 90 ¢ por kilo – pontificó Casiano sin el menor resquicio de duda y orgulloso de haberme dado una lección de aritmética.
Me esforzaba en apartar de mi memoria la escena que se acaba de escenificar ante mis oídos en mi recorrido por la Calle Nueva…
Una anciana, que dolorida en lo más hondo de su alma, que en sus lamentos y doloroso duelo, casi pretendiera obtener una explicación a su suerte, no blasfemaba, pero tampoco rezaba… tal vez no sabía ninguna de las dos cosas: solamente profería aquello que su alma dolorida le demandaba desde lo más íntimo -lo que siempre supo hacer: proferir quejidos de impotencia e incomprensión. Consciente, tal vez, de que circunstancias iguales y peores que las propias suelen darse con frecuencia.
¡ Qué solo estamos los seres humanos bajo las estrellas !