De lobos y hombres

By: juanrico

Nov 26 2010

Category: Uncategorized

Me apresuré a alzarme al punto, una vez que los motores de los primeros carruajes irrumpían con su estruendoso trajín en la quietud de  una fría madrugada, de un día cualquiera, de un ya viejo otoño, el cual se apresuraba hacia el precipicio de su decrepitud, por las tranquilas calles de un vecindario apacible.

Me apresuro a descorrer las cortinas y desenrollar una de las persianas, que cerraba el balcón que daba a la calle. Se trataba de una travesía con escaso tráfico, a pesar de encontrarse en un distrito de la localidad, muy centrado con respecto al ayuntamiento -al cual se suele tomar como punto de referencia por los visitantes- y, a muy poca distancia de la iglesia de Santa María, esplendorosa y altiva como un galeón de la armada, con  un campanario prepotente que señala al cielo. Cual brilllante estrella polar,  se destaca de cualquier otra obra humana en toda la comarca, tanto de día como  de noche, de cuya iluminación dependían los usuarios de la carretera, como si se tratara de un faro en la costa de una  llanura, matizada por el verdor de la sementera, y el verde aceituna de los olivares. Ambos tapices cubrían el ocre de los barbechos y las amarillas hojas de las mortecinas pámpanas. Un frío gris y espeso ocultaba el añil del cielo y al astro que nos alumbra y da calor.

Tras un repaso a la higiene personal rutinaria, decidido abro la puerta del aposento y, tras girar la llave de la vivienda, una inesperada caricia de suave brisa despierta, por fin, el resto de mi atolondrada sensibilidad. Menos mal que ningún percance en la carretera ha retrasado la entrega de los diarios en el quiosco de prensa local. El periódico que menos vende aquí es el Abc, me comenta la dependienta al verme sorprendido por algunos ejemplares de la Gaceta, sobre el mostrador.

Habitualmente doblo el ejemplar adquirido y, sin tan siquiera fijar la mirada en los titulares, me encamino hacia la churrería humilde de Juanfra que, como es habitual, parlamenta de temas inanes con los parroquianos. A decir verdad, me sorprendió gratamente que el pequeño despacho estuviera al completo. Circunstancia que me obligaba a buscar entre las mesas algún hueco donde esperar: sin embargo, el atento churrero ya me había servido el vaso de café en un estrecho hueco entre dos clientes, cuyos aspectos no despertaban mi curiosidad. En estas trances me encontraba, cuando, de pronto, acurrucado en una mesa y solo, un anciano de aspecto saludable y nítido, cubierta su cabeza con una mascota  de  un tejido verdoso y barato, y de alas cortas, que, con una humilde pretensión se esforzaba en imitar a un sombreo del Tirol, aunque sin la pluma de ave que lo adornara. Sin otra observación, recogí el vaso de café  en la mano derecha  y  lo dejé posar sobre la mesa donde se encontraba el viejo. Había una mesa libre, a la que desprecié; y otra, en el rincón del establecimiento que, debajo de un artefacto de televisión donde algún entrevistado hablaba de política, estaba atendida por cuatro mujeres que se disputaban el turno, hablando a la vez, con voz  tan chillona que producía interferencias con  la alocución del presentador y su interlocutor.

Sin  el requerimiento de un protocolario permiso, dejé el vaso sobre su mesa, y con un escueto buenos días obligué al parroquiano a dejar de mojar el churro en el vaso de café, y a alzar su mirada. Era la mirada de unos ojos pícaros, y del derecho asomaba una inquietante rija. Se trataba de los ojos de José Pozo.

-Perdone, es usted el “Chivo”? Era tal mi deseo de volver a encontrarle que no reparé en la imprudencia de haberle requerido por el apodo.

-En los pueblos pequeños se nos conoce por el mote.

José Pozo no se descompuso, y enseguida se adentraba en la confirmación de su curiosidad.

-Usted estuvo por la laguna. Me dijo. A lo que asentí inmediatamente, haciendo un movimiento de cabeza afirmativo

-¿ Y Vicky y la Paloma ?

-la Luna, se llama Luna. Mi hija, que vive en Madrid, y está casada con un policía, se la  llevao.

-¡En los pisos los perros lo ensucian todo! Quise promover la idea de que la hija le devolviera a Luna otra vez. Como si adivinara mi intención, añadió sin sobresalto alguno:

-¡ Quiá ! la lleva a la peluquería todas las semanas una vez; la lavan y la peinan. Yo me quedo con Vicky. Y hace mucho frío para él, justificando que el chucho no estuviera tomando churros aquella mañana.

-Ya sé. Es muy viejo y no es de raza. Pareció no concederle importancia a mi  impertinente observación, y cambió de tema.

-Yo me he criado entre los lobos. Siempre he vivido en el campo. Si no le haces nada, no se meten contigo. Entraban por una puerta del corral y salían por la otra cuando me veían. Entonces había muchos animales en el campo, ahora no hay más que “jabalines”. Montaban a las guarras, y cuando las crías crecían se las llevaban al monte, y perdía a la madre y a los lechones.

-¿ los rayones , quiere usted decir ?  José Pozo asintió con un leve movimiento de cabeza, con su habitual mirada pícara en sus chispeantes pupilas.

-Yo no cazaba “jabalines”, me decía. Son muy costosos: los matas y tienes que recogerlos con un burro o una mula. En la Sierra de la Manchita hacen chorizos y salchichones de jabalínes: saben mejor que los de cerdos. Los ricos ricos sólo quieren la cabeza- añadió, como si se tratara de un reproche. Soliviantándome, yo mismo, al repetir rico, dos veces, por la coincidencia con mis apellidos. José Pozo rivalizaba consigo mismo ensartando datos que a veces no tenían relación entre ellos.

Presentía que el tema cinegético estaba agotado y,  le encarecí que se dejara fotografiarle. Sin ofrecer la menor resistencia, le hice tres instantáneas con el móvil.

-¡ No sé, José, qué pasa, pero salen con mucha luz ! Los habituales no me quitaban los ojos de encima. Incluso Juanfra parecía sorprendido por la entrañable confianza.

-Yo vivo en la calle Luis Chamizo, 87. Interpreté que me ofrecía su casa, por amistad. Y añadió: Chamizo fue un poeta que murió pobre y lo enterraron en una zanja. La presencia de la muerte y la riqueza siempre se hacía presente en la conversación con José.

-Cuando tenía mucho de aquí – haciendo frotar sus dedos pulgar e índice derechos- cazaba mucho. Tengo un sombrero de caza por el que me daban ochocientos euros y, no lo quise vender. Tu sombrero está muy “jondo”, añadíó con un toque de sorna, al  percibir que la mascota de cazador bordeaba mis cejas, dejando una linea paralela a la altura de los ojos, que impedía ocultarlos. A veces José Pozo sorprendía con sus ajustadas dotes para la observación.

-Mascota, José, mascota. A propósito,¿ Cuánto pagó por éste que lleva puesto? Intentando suavizar la contrariedad momentánea.

-Tres euros en el mercadillo, me replicó con una sonrisa vanidosa, pretendiendo  ser considerado un “bon marchant” y haber adquirido un bien de valor, por poco dinero.

Advirtiendo que el tiempo transcurría y se prolongaba demasiado el desayuno, me pidió la hora a pesar de tener tres relojes, dos en la muñeca izquierda y una sobre el antebrazo derecho. De lo que deduje que al “Chivo”, por alguna circunstancia se le estaba agotando el tiempo. Sin embargo, no resistí  la tentación de preguntarle por el alias, que , sin reparar en remilgos, me relató gustosamente: una entrañable historia de familia. En realidad el mérito se lo atribuía a un tío carnal, hermano de su padre, al que apadrinó en sus nupcias; por lo que su generosidad de padrino le obligó a sacrificar un cabrito para cocinarlo al estilo “caldereta al chivo”.

-Mi tío se emborrachó y hacía ¡ bee, beee, beeee: berreaba como un chivo! La tradición resulta tozuda, y  difícilmente olvida lo que por una u otra causa resultara significativo en las aldeas. Que, para el mejor conocimiento  y comodidad de los vecinos,  suelen obviar el engorro de aprender apellidos y nombres, los cuales, de tanto repetirse en lugar de aclarar, confunden.

-De los motes, José, se puede montar la historia de cualquier villa o villorrrio que se precie; con sólo atender a los apodos de la gente., añadí. Sin que a José le sirviera de especial atractivo para continuar por esa senda. Y sin ser requerido, volvió a reiterarse en el robo del grupo eléctrico, del que se apropiaron los ladrones;  del cual no ha hecho cuentas, a pesar de que  teniente de la guardia civil le prometiera que, de no haberse jubilado el día de los hechos, hubiera detenido a los culpables, con absoluta seguridad. Pues, según el teniente, los ladrones no pertenecían al vecindario, aunque se sospechaba que debían tener algún contacto entre los vecinos.

-Un robo. Me había costado ciento cincuenta mil pesetas. Una ruina: ahora riego “a manta” . Saco el agua del pozo con un motor, y así riego el trigo y la “cebá” o los “jabines”. Las tierras al lado de la carretera son un peligro. A uno de aquí, le han quitado los molinillos de regar. Dicen que son rumanos, que empreñan a las mujeres, y…  ¡ala! ya son de aquí. Ya la guardia civil viste de paisano y le han echado el guante a algunos ladrones de aceitunas, me contaba José Pozo con el fin de documentarme sobre la situación social en la comarca.

A modo de hacerle recordar nuestro primer encuentro, le hice saber que residía en la capital , de la que supo darme puntual información sobre la Plaza Alta y aledaños, donde la prostitución y el contrabando no pasaba desapercibido al visitante. Con una satisfecha y amplia sonrisa, que dejaba ver un espacio amplio entre sus dos incisivos de una dentadura sucia, me decía sin recato  que, cuando manejaba “panoja”, solía echar el rato allí,  presumiendo de su  peculiar donjuanism y  de su solvencia económica, pero siempre con una tonalidad tan elemental que oportunamente encubría la debilidad humana, de lujuria y gula.

-Con mi 4-L un amigo, que ha muerto ya, nos plantamos en Sevilla, metimos el coche en un garaje. Cogimos una borrachera a base de vino y, con las “pilangas” , tan grande que no recordamos dónde habíamos aparcado el coche. La policía nos llevó a una fonda para pasar la noche… al día siguiente nos buscaron el coche; y un taxi nos llevó a la carretera de Extremadura y, no nos quiso cobrar nada. Cada vez que iba a Sevilla, cargaba la 4-L de melones y sandías, y se las regalaba.

-¡ qué buenos tiempos aquellos de antes, José !


Nick Momrik

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