Daisy y sus sueños

By: juanrico

Oct 13 2010

Category: Uncategorized

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Aperture:f/4.5
Focal Length:39mm
ISO:400
Shutter:1/0 sec
Camera:Canon EOS 400D DIGITAL

Inesperadamente la mañana había amanecido con una espesa niebla que cubría las calles y los tejados del pueblo. Algunos, pocos paisanos, iban de un lado para otro, sin prisas, por lo que supuse que era un día de fiesta, y sin rumbo programado de ante mano; eso sí, me sorprendió que se hubieran alzado tan de mañana sin tener una ruta previa. En los pueblos los días de fiesta desorientan a los vecinos; es como si un duende les hubiera gastado la broma pesada de hacer añicos la agenda de la rutina diaria. Trabajo, y trabajo para olvidar; trapicheos y tejemanejes para engañar.

La churrería de Juanfran como casi nunca ocurría sobre las diez, estaba repleta de veceros que tomaban café, mientras fumaban o bebían un licor blanco que se me antojaba fuera aguardiente. Me sorprendió que no hubiera si quiera una sola mujer en el establecimiento en tan temprana hora. Sin mediar palabras, el churrero ya conocía mis hábitos, me sirvió un vaso de agua fresca que sorprendiera a mi vacío estómago, como preámbulo a la ingesta que vendría después. Ya han pasado su señora y su suegra, de dar un paseo. Sí, resulta muy poco usual pasear con la fresca, ahora que no tuesta el sol de verano.

Pregunté por el Chivo. Se deja caer por aquí de vez en cuando. Es un hombre de  batalla interesante. Le echo de menos. Una lástima que no se deje ver más a menudo con Paloma y su anciano perro de enfermizo aspecto.

Sabía que no era mi habitual horario de tomar café con churros,y por la cara de desconcierto que puso, me obligué a justificarme. Día de fiesta y tan temprano, ya se sabe; hay que ir de médicos.

Daisy se colocó ágilmente en uno de los asientos del Porsche, sin decir una sola palabra. El termómetro en el salpicadero del carruaje leía once grados. La luna y los cristales estaban húmedos y empañados. Había sido una noche casi de helada. El humo del escape se hizo notar más de lo habitual. Apenas cincuenta metros la carretera a Mérida se hacía visible por lo que no era recomendable sobrepasar los cien kilómetros  por hora. Curiosamente se espesaba en las lomas y se ocultaba por las vaguadas. Encendí el Ipo y los Beatles con “ don´t let me down”, me dieron los buenos días, mientras Daisy se esforzaba en explicarle a su sobrina los titulares de tal y cual parcela, viña u olivar, al tiempo que protestaba por mi afición a escuchar la música  y las canciones de los años 60, siempre conduciendo y aventando los imponderables del tráfico. Era su memoria  un portento, tan envidiable que para ellos la quisieran los notarios y registradores del lugar. Se afanaba en dar cuenta de los parientes próximos y más lejanos de los sujetos, así como de sus cónyuges, titulares o no de tal o cual lindero, algunos de los cuales los recordaba como ya finados.

  • “Yo no pienso, como otros, en la muerte” – me decía- una vez abierto el prometedor favorable del test coronario por imagen. Una pequeña lesión, insignificante en la válvula aorta. A Daisy no le preocupa su propio deceso. Sin embargo, asistía al mismo funeral por partida doble. Leía las esquelas pinchadas en la puerta de la iglesia y no tardaba en hilar los lazos entre conocidos o amigos. Hijo de zutano, casado con mengano con tantos o cuantos hijos, de los que uno tuvo la desgracia de morir prematuramente. Sentía una especial atracción por asistir a las pompas fúnebres de todos, aunque no los conociera ni por oídas. No sabemos si por la banal esperanza de no verse sola el día de su óbito o, mejor, por no alimentar el miedo a morir.
  • “Nos estamos haciendo viejos” – le comentaba a noche durante la cena.
  • “los años, es una enfermedad incurable; peor que la artrosis. Hay que dar paso a los que vienen detrás” – una sabia premisa, de tan descarnada lógica que advertía de su desprecio sincero por la longevidad. En sus interiores, ser nonagenaria más que una bendición de dios, pudiera resultar una mortificación.

Aquella tarde, la vecina de enfrente la había acompañado en las horas más lentas y solitarias del atardecer, cuando el sol envuelve en tonos amarillos las paredes enjalbegadas  y los tonos ocres de las tejas, y los pardales en su monótono trino buscan cobijo entre la parda copa de las acacias y las plataneras. Y daba cuenta de las imprudencias de su marido contra la propia salud, que después del infarto cerebral reciente no olvidaba el placer de fumar; ni del ejercicio social imprescindible del juego de naipes en la taberna con los octogenarios de su edad, a los que inocentemente hacía trampas para erguirse y pavonearse ante ellos de ser más listo que ninguno. Sin el propósito de conceder una oportunidad a la envidia por la rebosante salud que su marido decía gozar, a modo de seguirle en el ejemplo, argumentaba que recorría seis kilómetros en bicicleta sin agobiarse. Sin embargo, es de justicia reconocer que algunos kilómetros debía hacerse por la calle, siempre que su mujer se llevara la llave sin contar con su ausencia. Situación dispuesto a disculpar argumentando una u otra situación imprevista que siempre relativizaba con prudente convicción. Ni por la imaginación se le pasaba que hubiera un desliz pecaminoso; hasta en ello, los años se hacían acreedores de la fidelidad impuesta. Mientras aspiraba profundamente un pitillo que calmara la intranquilidad que los dictados de la espera suelen imponer, aparentemente tranquilo, sentado en el frío umbral de la entrada.

  • “ pues dice un tal, que estando a las puertas de pasar a mejor vida, se encontró en un camino muy luminoso, a un hombre barbudo que le conminó a volver a la vida, porque no había llegado “su momento”. Sintió una paz inmensa” – argumentó María Juana ante la mirada escéptica de Daisy, que parecía no creerse el cuento de su vecina, toda vez que su dilatada existencia le había propiciado la oportunidad de acompañar a moribundos en sus tremendas agonías.
  • “ de los que se fueron, nadie ha vuelto” – contradecía al anterior argumento, como si quisiera dar pábulo a una profunda incredulidad, muy enraizada en un sentimiento oculto que no deseaba hacer público.

A Daisy parecía no interesarle demasiado los temas de la transcendencia. Existen muchas cosas en esta vida como para preocuparse de tonterías. Supongo pensaría.

Entrada la noche del día siguiente, Daisy se atusaba su blanco,casi trasparente y muy aliñado matorral de pelo blanco, mientras clavaba el verde de sus pupilas en las mías, como si buscara una opinión favorable a su coqueto estilo de peinado.

  • De perfil, Daisy, le das un aire a Ratzinger.
  • ¿ Cómo ?  llevándose la palma de la mano derecha a su oído derecho, ahuecándola en forma de caracola, como si no diera crédito a lo que acaba de oír.
  • Sí. Ratzinguer. El obispo de Roma.
  • ¿ y quién es ese ? respondió desconcertada.
  • Benedicto XVI
  • ¿ quién? con más desconcierto aún – dio una respuesta por pregunta.
  • El Papa. Respondí para sacarla de la embarazosa situación.
  • ¡Anda, Juan, no digas tonterías!
  • Que sí. Cuando  salga en la televisión la semana que viene, te fijas bien; y ya verás que llevo razón.

Se quedó pensativa por unos momentos. Pude comprobar que la comparación la había indispuesto. Ya se había sobrepasado el límite de la tolerancia. Ya se sobreponía y se arrepentía de comparar mi melena con rizos y tirabuzones con las propiamente habituales de los gays. Parecía haberse prometido no volver a hacer la menor observación sobre mi estilo de peinado. Al punto y en forma de encarecido ruego me pidió que no la llamara “Ratzinguer”; que motejar por estos pagos correspondía a gente baja y ruin.

  • En mi pueblo había uno al que le apodaban “Rachacuescos”; y, sé de oídas que por aquí también existió otro.

Se encogió de hombros, y haciendo una casi imperceptible mueca con los labios como si intentara constatar su ignorancia al respecto.

Por más que recorro el camino a la charca de la Manchita no consigo toparme con José Pozo. Parece como si se lo hubiera tragado la tierra. Como a los mineros chilenos. Y eso que Juanfran, el churrero, me da cuenta de él; que de vez en cuando se deja ver en la churrería.

La comida de mediodía estuvo tocada por la maestría y el buen hacer de Daisy. Sus habilidades con el guiso de patatas abrían el apetito del más inapetente. Si empiezas sin el menor apetito, tras las primeras cucharadas, aparecerías ante sus ojos como el más  irredento goloso.

  • Mira; Daisy, al peinado de cazuela de la Vice, con esas mechas la hacen más joven. ¿ Por qué no la imitas ? A lo mejor te sienta bien a ti.
  • No me quiero parecer a esa, ni a Zapatero ni a Felipe, levantó la voz, imponiendo su congénita autoridad.

One comment on “Daisy y sus sueños”

  1. Me he reido un buen rato, lo de Ratzinger es verdad! 😉 Debes ir mas amenudo a Guarena. Estos posts son los mejores. Y la foto tambien muy bonita!


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Nick Momrik

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