
La jauría urbana: Tartufo (I)
Decía Marco Aurelio en sus meditaciones que, al salir a la calle, uno se podría encontrar con un petulante o un insolente o un mentiroso o un mentecato o un cretino o un falso: cualquier espécimen de la comedia humana.
Esta mañana – quién lo diría- me interpeló una suerte de Tartufo: aquel falso clérigo que Molière se encargó de inmortalizarlo en su comedia “El Impostor” -un odioso personaje disfrazado de monje cuyas pretensiones no paraban en mientes: que, contando con la candidez de Orgón, un ridículo marido, que admiraba a Tartufo, no se percatara de las pretensiones espurias que albergaba de seducir a su bella esposa Elmira, y a la madre de aquel, la caprichosa Madame Pernelle, de cuyo favor no disimulaba, sin tener que ocultar además el objetivo de convencer al acaudalado Orgón de ser nombrado heredero de sus bienes…
-No veo que frecuentes la iglesia, sobretodo en un día tan señalado como el domingo de Ramos, al tiempo que blandía una rama de olivo ex voto de la ocasión, que los asistentes al culto recibían generosamente, interfiriendo el caminar inseguro de agnosticismo de Demis.
-Si Cristo volviera de nuevo, no te quepa la menor duda que los echaría a latigazos del templo. Por cierto, es uno de los pasajes del Nuevo Testamento que mejor se adapta a los tiempos que transcurren.
-Hombre, no digas eso, también hay gente buena en la iglesia! -replicó con vehemencia el impostor, y se marchó con el rabo de la derrota dialéctica entre sus tambaleantes piernas…