By: juanrico

Oct 06 2013

Category: Uncategorized

1 Comment

Por más que tratara de contemplar la salida del sol desde una de las ventanas del número diez de la calle Birch Av. en aquel tranquilo condominio residencial de Wimslow, donde el primer graznido de la urraca o el primer arrullo de reclamo de la paloma torcaz diera la bienvenida al crepúsculo de la mañana, quedaba consternado al mirar a las agujas del reloj que advertían de la tempranera madrugada. Había amanecido hacía media hora y el sol brillaba intemperante como nunca lo había hecho con anterioridad, para a continuación ocultarse, como si de una impúdica meretriz de la noche se tapara sus vergüenzas, con el mamantus que se desprendía de los nimbos pesados que se descolgaban del oculto azul, para descargar seguidamente un repentino aguacero, al que ninguna tormenta tropical envidiaría.Descorrí la cortina de la ventana que daba al jardín, y pudieron mis aletas nasales abrirse de par en par al ser alertadas por el aroma de las flores azules de lavanda y el asilvestrado perfume del romero que crecía junto a las hortensias y petunias en los parterres del manto verde de yerba,primorosamente cuidada, donde ninguna siniestra endémica hierva había
tenido la osadía de enraizar.
Aoibhinn, que iba a sobrepasar la frontera de un año, emitía un ronroneo suave, plácidamente acomodada en su cuna lacada de blanco, cuyas barras perpendiculares que unen la cabecera y la base no me impedían observar entre ellas sus movimientos a lo largo de la noche, y que sólo un casi imperceptible quejido me advertía que ella soñaba felizmente, mientras que yo entretenía mi insomnio escuchando por la BBC 3 y con los auriculares
colocados, a unos actores radiofónicos que montaban una pieza de humor para los noctámbulos…