
Al otro lado del tiempo. Continúan las aventuras de los tres mequetrefes callejeros, como tres correveidiles por las calles del pueblo(Cont.)
El Monazillo se encontró con el Pecas y el Lolo en la Plazoleta de la Victoriana con el fin de montar otras correrías aquella lejana mañana del frío otoño, cuando la vendimia había concluido, y las tareas de recogida de la aceituna estaba en pleno apogeo.
Eran aquellos días cuando el estrujón de la uva en plena ebullición aromatizaba las calles con el ácido olor a borras, que el aire de poniente se encargaba de transportar de un lado para otro; y el Romillo había alquilado su maquinaria a tal fin, y los campesinos discutían en el Mentidero, al sogato de los postes de la Iglesia orientados al mediodía, sobre el porcentaje de la cosecha obtenida como resultado del estrujón…
Estaba dando las últimas boquiás el suegro del Pisita, aquella tarde fría de rasca, que encerraba a la gente en torno a la chosca cuando los mozos del campo aclaraban sus gaznates de un porrón de cristal, que levantaban a más no poder por encima de sus cabezas, con el sabor dulce del vino recién pinchado de los conos de barro de Quintana, cuando al anochecido el Monazillo, a órdenes de don Aristofano, tuvo que coger la campanilla de bronce que sacudía con parsimonioso compás al lado del sacerdote, que vestía una sotana negra y una casulla morada, con las puñetas bordadas al crochette rezando el “tibi mea” por las calles, y el Bichito, el monaguillo veterano llevaba un candelabro con una vela encendida a casa del moribundo…y con guasa repetía “Piti mea, mea Piti”
-“es lo que llaman viatico, como la guía de instrucciones para cuando se muera no se confunda de camino, y no vaya al infierno”-puntualizó el Monazillo, un conocedor de estos pormenores, cuyas instrucciones habí aprendido del veterano monaguillo, el Bichito, y de las instrucciones de don Aristofano, que no cobraba una perra gorda por este trabajo tan desolador y hediondo, rezando el tibi mea a la cabecera de los morituris, mientras los acólitos se tapaban la nariz como mejor les daban a entender, evitando comentarios- tales como qué mal hiede, y ahorrarse así un pescozón oportuno del cura.





