
Con la Iglesia hemos topao, amigo Sancho: coloquio entre una monja, que no era la monja Forcades, y Mefistófeles, que no era el padre Apeles
( Cap. I )
Era una gran acusadora de los pecados de otros. Se llamaba Sor Ginebra. Temerosa de Dios, aunque por sus palabras temía más a la enfermedad y a la muerte, como todo ser racional; por lo cual no se diferenciaba de cualquier ser humano, más allá del uniforme.
Solemos denostar que las mujeres árabes lleven cubierta la cabellera, y, sin embargo, no nos sorprenda que las religiosas católicas se cubran la suya con algo que suelen llamarle cofia, porque suena críptico. Quizás por ahorrarse el recibo de la peluquería.
No venía a confesar sus fallos, sino a descubrir los yerros (pecados) de los demás. “Consejos vendo, que para mi los quiero”.
Fue una visita de cortesía, toda vez que llegara a saber que la Sor, padeciera una enfermedad común entre los octogenarios, y mas jóvenes. Una lumbalgia común. La enfermedad de los años para los galenos -la PED ( a puta edade) para mi amigo de verano, Mario, el ingeniero portugués de telecomunicaciones, que un día se sometió a una cirugía de vértebra, y un fallo médico le acarreó una parálisis lateral.
-(Primera acusación): fuiste comunista en Salamanca, (de esto, han transcurrido más de cuarenta años; sólo son leyendas urbanas – argumenté en mi descargo) a pesar de haber pasado ocho años en el internado de los claretianos.
La hermana Ginebra no conocía a Ortega, y menos aún su argumento de que no había conocido a ningún imbécil que hubiera cambiado de ideas una sola vez en su vida.
-No! y la sor puso ojos de plato. No sé si de ignorancia o admiración.