
Héroes sin historia: domingo de Pascua en Guareña
Esta Semana Santa los devotos a los medievales Autos Sacramentales han sacado a sus hornacinas en volandas por las calles; han podido sus cofrades disfrutar exhibiendo el esmero que le han dedicado a lo largo de la incipiente primavera en enjaezar los iconos sobre carros pespunteados con encajes de guirnaldas de oro y plata.
Exhibición presuntuosa de riqueza que ofende al austero.
Las más pudientes cofradías se han permitido la vanidad de contratar orquestas de tubas, trompas y trompones, y clarines y clarinetes al compás de timbas y timbales que entonan la Marcha Real en conmemoración del truculento martirio y muerte de Dios.
Se solaza con voluptuosa humanidad la sangre derramada y el vía crucis del sufrimiento, y se soslaya bajo miserables palios el mito de la resurrección.
La climatología se ha aliado con las procesiones; como si la tempestad hubiera aguantado sus mamantus nubarrones hasta las fiestas de Pascua para descolgar las preñadas ubres de agua y hielo.
Y aunque la bella dependienta de la panadería se lamentara del agua inmisericorde que ininterrumpidamente no dejaba de precipitarse desde la noche del domingo de la Resurrección, y los regajos borboteaban en transparente y ondulada carrera a ambos lados de la calle, cuarteada de brea sedienta, la mozuela añoraba a buen seguro el amor sobre las rojas amapolas del trigal verde.
Sin agua las macetas no brotarían en flor; y la lozanía fresca que la harina alimenta tu belleza, sería una quimera.
Nunca como hoy hubo una jira que empezaba bullanguera en la churrería. Las voces de Víctor, el de Cristina, se debatían por salir de su garganta y competir con el batiburrillo que componía el resto de la parroquia. Todos peroreaban al unísono. Una niebla de voces abovedaba el rancio olor a aroma frita. Nadie escuchaba a nadie aquella mañana de Resurrección en la churrería.