
Fin de Feria ( II ) Cont…
Me topé en el recorrido con un hombre de unos setenta y tantos que recriminaba a una joven, que mohína seguía los pasos del viejo, tal vez por haber prolongado las horas de placer y juventud más allá de las horas acordadas o por cualquier otra causa, mientras que a la sombra de los eucaliptos de la alameda, dos automóviles con la puerta del maletero abierta como boca de dragón, en cuyo entorno un grupo de amigos bailaba y bebía al ritmo y volumen de una música insoportable para los oídos sensibles. Me parecían las puertas de los automóviles como las fauces de dos cancerberos del averno que, en lugar de llamaradas de fuego, escupieran alcohol y ruidos estridente, que los adolescentes acompasaban, bebían y bailaban como los zulús en la selva en un claro luz de luna a golpe de timbales y panderos.
Como un caballo que se había desbocado, por los excesos del placer y del amor, un joven moreno y bien parecido, rodeado de amigos y flanqueado por el hombre de edad que anteriormente recriminara a la joven, tendido sobre el cemento del paseo, daba convulsiones por la dificultad de respirar, para súbitamente quedar inerme, mientras que los demás esperábamos preocupados de que el ciento doce no llegara a tiempo.
La doctora examinó con una linterna- bolígrafo el fondo del ojo, al tiempo que golpeaba el rostro del joven, llamándole por su nombre. Poco después la sirena de una ambulancia anunciaba los peores presagios: el joven había sido ingresado en una unidad de cuidados intensivos en el hospital de Mérida.
La vida de los jóvenes es consustancial al placer y a las irrefrenables ansias de vivir. Es de hipócritas redomados recriminar las conductas de los más jóvenes por su arrojo y valentía, por su sagacidad irreflexiva, en pos del vanidoso corolario de que la razón y la virtud asisten a los mayores y desvincula a los jóvenes, que en sus carreras de caballos desbocados, adolecen del tiempo necesario que les permitiera conceder una oportunidad a la sensatez y al sosiego.
Una chica, descorazonada, lloraba con amargura, al tiempo que se lamentaba de que el enfermo hubiera inspirado una sustancia nociva.
Todavía algunos de mirar negro y livianos conceptos recogían en sus sueños el recuerdo de las pibes locales y de fuera, que lucían vanidosas sus esbeltas, y tensas piernas de cariátides de bronce, a las que unos escuetos y deshilachados shorts anunciaban los límites de la voluptuosa tentación, y unos afilados tacones ayudaban al contoneo melódico de unos glúteos proporcionados en su geométrica exquisitez, cuya decente harmonía levantaba en los corazones de los atrabiliarios maridos la ya olvidada concupiscencia, mientras daban vueltas y revueltas cogidos al brazo de su fiel hembra, cuya añoranza no daba tregua a la indecente exhibición de la voluptuosa lujuria de las adolescentes.